Bastó una mirada para dejarnos llevar. Abandonarnos al mundo de los sentidos. Acepté. Aceptaste. Y nos adentramos en un juego del que tú sabías como salir. Pero yo no.
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sobre el título del blog...
No eran tres pulseras de bisutería comunes. El ruido era agudo, felino, punzante. Se metía en lo más hondo de mis oídos, viajaba hasta mi pecho y allí explotaba, dejándome sin respiración. Cada vez que escuchaba el ruido de aquellas tres pulseras de bisutería chocando entre sí en la pálida y fina muñeca de aquella mujer, mi corazón daba un vuelco y me preparaba para lo peor. Podía estar lejos, muy lejos, que yo la reconocía por el simple tintineo de aquellos abalorios.
sábado, 7 de abril de 2012
aLGO SE PERDIÓ EN LOS NOVENTA
Recuerdo que los domingos en el Barrio olían a barbacoa, allioli y cerveza y, aunque todavía se escuchen los pajarillos cantar de buena mañana, nada es como en los noventa. Los veranos en el Barrio eran mágicos, el sol tostaba nuestras pieles en el césped de la piscina de San Juan Bosco. O en Hogares Mundet. En la radio sonaban "Ace of Base" y cosas así. Y los adolescentes se tiraban de cabeza al agua. Algún que otro graciosillo agarraba a su chica y la tiraba al agua mientras ella chillaba y pataleaba. Yo era muy pequeña y lo veía todo desde mi toalla comiendo un bocadillo. Ansiaba ser mayor. Luego volvíamos a casa y en la tele daban "Loca Academia de Polícia". En las verbenas de San Juan, se cortaba la calle Santa Albina y todos bailábamos al son de la orquesta. Los niños del Barrio, que por consecuencia directa o indirecta, también eran compañeros del colegio, encendían cohetes y todos salíamos corriendo a la señal de mecha encendida. Un montón de mosquitos se posaban en mi camiseta amarilla. Quería ser mayor. Y luego, vuelta al cole. Nuestro colegio no tenía patio, pero no nos importaba. Cada mañana íbamos al Parque de la Rueda y jugábamos tantísimo rato que aún me cuesta recordar cómo es posible que sólo fueran 30 minutos. Allí nos encontrábamos todos: los pequeños y los mayores. Y yo quería ser mayor para poder columpiarme en la rueda tanto como quisiera, sin que nadie me obligara a bajar. Ya no existen las ruedas. Ya no existe nuestro cole Mistral. Ya no existen casitas de dos pisos. Ni verbenas festejadas. Ni terracitas de bares. Ahora ya no queda nada de eso. La ciudad invadió nuestro pequeño lugar entre el Carmel y la Teixonera. Grandes bloques de pisos. Cemento. Mucho cemento. El negocio de la vecina del quinto tiene la persiana bajada o se ha convertido en un Basar Oriental. No suenan Ace of Base. No se escucha nada. Y no huele a nada. Ya no hay niños en el parque, ni piscinas municipales. Ya no hay compañeros del cole. Ni bancos en los que sentarse a comer unas cuantas bolsas de pipas. Y por eso lloro un poquito cada vez que vuelvo por aquí. Porque ansiaba ser mayor y ahora, siendo mayor, echo mucho de menos mi niñez. Y mi Barrio. Y mi gatito Missy, que irremediablemente me acompañó en todos estos momentos. Todavía abro la puerta de casa de mis padres con prudencia para que no se escape. Y luego pienso "qué tonta..., si ya no está". Si ya no queda nada de lo de antes. Si todo es nuevo. Efímero. Superficial. Si la gente ya no se quiere. Si ya no se abraza. Si el amor se perdió en algún momento de los noventa.
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