Estoy asomada al balcón y pierdo la mirada entre las copas de los árboles, que quedan por debajo de mis pies. Miro hacia un lado y veo toda la calle rellena de copas de árboles. Una gran y alargada alfombra verde. Miro hacia el otro lado: lo mismo. Qué curiosos los árboles, tan altos y ahora están bajo mis pies. Ellos no necesitan amor, pienso. Solamente agua, tierra y aire. Y, aunque ahora mismo se encuentren atrapados entre paredes de edificios, como si fueran una especie de masa de chocolate verde entre dos duras láminas de galleta, ellos siguen creciendo, fieles a su instinto. No tienen amor, están chafados. Entre edificios, están chafados. Pero siguen creciendo. Ojalá pudiera ser yo ésos árboles, ahora muy inferiores a mí, por debajo de mis pies. Pero tan superiores, por encima del ansiado y necesitado amor.
Bastó una mirada para dejarnos llevar. Abandonarnos al mundo de los sentidos. Acepté. Aceptaste. Y nos adentramos en un juego del que tú sabías como salir. Pero yo no.
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No eran tres pulseras de bisutería comunes. El ruido era agudo, felino, punzante. Se metía en lo más hondo de mis oídos, viajaba hasta mi pecho y allí explotaba, dejándome sin respiración. Cada vez que escuchaba el ruido de aquellas tres pulseras de bisutería chocando entre sí en la pálida y fina muñeca de aquella mujer, mi corazón daba un vuelco y me preparaba para lo peor. Podía estar lejos, muy lejos, que yo la reconocía por el simple tintineo de aquellos abalorios.
domingo, 16 de octubre de 2011
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