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Pensiero stupendo.

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No eran tres pulseras de bisutería comunes. El ruido era agudo, felino, punzante. Se metía en lo más hondo de mis oídos, viajaba hasta mi pecho y allí explotaba, dejándome sin respiración. Cada vez que escuchaba el ruido de aquellas tres pulseras de bisutería chocando entre sí en la pálida y fina muñeca de aquella mujer, mi corazón daba un vuelco y me preparaba para lo peor. Podía estar lejos, muy lejos, que yo la reconocía por el simple tintineo de aquellos abalorios.

sábado, 7 de abril de 2012

lA NAVIDAD...

Cuando me llevó a su pueblo de escapada (y digo escapada porque literalmente fue una misión secreta, es lo que pasa cuando se es infiel), me llevó a un bar-restaurante a tomar café helado. Le dije "no me gusta el café" pero él insistió "éste te gustará, ya verás, es café helado". Más tarde, mucho más tarde, el café helado sería uno de los postres que más echaría en falta de aquella ciudad. Sin embargo, lo importante de este hecho no es el café helado (aunque a otros efectos sí que lo sea). Lo importante es que mientras me tomaba el café helado, de pie, delante de la barra del bar, él observaba cualquier gesto mío con mucha curiosidad. Supongo que era extraño y divertido ver a una española tomar café helado por primera vez. A lo mejor las españolas tomamos café de manera distinta a las italianas... Bien, no sé, esto tampoco es relevante... A lo que me quiero referir es que, mientras tomaba café helado, de pie, delante de la barra... Una niña de unos tres o cuatro años empezó a corretear a nuestro alrededor. Los dos nos giramos para verla, él sonrió y yo forcé una sonrisa: nunca me habían gustado los niños. Sin embargo, cuando nos volvimos hacia la barra de nuevo, nuestras miradas se cruzaron. Su mirada escrutó mi interior, su mirada me dijo algo y yo me asusté. Le interrogué con mis ojos castaños y su respuesta fue la misma, seguía con el mismo planteamiento. No cambió, ni se arrepintió, no. Sus ojos verdes se prometieron con mis ojos castaños... Yo sólo tenía veinte años, entendedme, tenía veinte años recién cumplidos y me asusté. Aparté mi vista de la suya, jugueteé un poco con la cañita del café helado... Observé el sitio... Era casi Navidad, todo estaba decorado para la ocasión. Entonces, mientras sentía sus ojos a mi lado, todavía escrutando mis movimientos, me dije a mí misma "de acuerdo, adelante". La sorpresa fue que mi pacto era real, el suyo supongo que era fruto del éxtasis del momento (es lo que pasa cuando se es infiel). Después de Navidad nada quedó. Ni miradas, ni palabras, ni gestos. Nada. Un futuro en el suelo. La Navidad hizo añicos su planteamiento. La Navidad (y su infidelidad innata) le llevó a plantear lo mismo a otra persona. Por eso cuando alguien me pregunta "¿Te gusta la Navidad?" mi respuesta, desde hace cinco años es la misma.

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