Ha decidido coger el coche y aparcar en el arcén de la carretera de Castelldefels, no sabría decir el kilómetro. Las llaves están puestas. Baja del coche y muestra al aire sus zapatos negros de gran tacón de aguja, sus medias negras rasgadas por los muslos, su minifalda oscura ceñida a la cintura y una camisa blanca de raso, escotada. Muy escotada. Lleva en las uñas restos de esmalte de color rojo. Sostiene en el antebrazo una chaqueta negra de piel. El pelo alborotado, desplazado hacia el lado derecho de la cara. La pintura de sus ojos ya no es lo que era hace unas horas, el rímel corrido y grandes caminitos negros se desplazan hacia su barbilla. Son el cauce de ríos de lágrimas. La boca, esos labios carnosos que, cada dos por tres rechupetea con su lengua, tienen restos de un carmín ahora esturreado por toda su cara. ¿Quién es? Se pregunta mientras camina por encima de la línea blanca que separa el arcén del carril, como si fuera una equilibrista. Los brazos en perpendicular al cuerpo. La cabeza gacha mirando atentamente la línea. Los coches pitan. Ella, a cada pitido, levanta el dedo corazón y se lo enseña sin mirarles. ¡Que se jodan todos!
¿Quién soy? Mira hacia el cielo. El sol brilla pero hace mucho frío. Tiene frío pero le da igual, no se va a poner la chaqueta. Respira profundamente. El aire le llena los pulmones, el abdomen. Respirar le calma el corazón que a veces empieza a latir desenfrenadamente, cuando la razón domina a la locura y se da cuenta de lo que está a punto de hacer. No consigue entender nada. No consigue entender por qué siguen pitando los coches, por qué no paran. Por qué el puto mundo no para, ni entiende, ni razona, ni salva. Solamente mata.
Empieza a pensar en las personas importantes en su vida concentrada en no perder el equilibrio. Nadie. Entonces, decide quitarse la falda. Desciende de su cuerda de hilo imaginaria y se apoya en el quitamiedos con una mano mientras con la otra se baja la falda y la lanza lejos, lejos, lejos. No es suficiente, piensa. Y lanza los zapatos. Se quita las medias mientras da saltitos para mantener el equilibrio. Las bragas. La camisa. El sujetador. Todo lo lanza lejos. Todo. Permanece desnuda ante la mirada atónita de los conductores. ¿La chaqueta? Se queda mirando la chaqueta unos segundos. Se la acerca a la nariz y la huele. Huele a él. Se la acerca al pecho mientras mira al horizonte. Entonces decide ponérsela y corre hacia el coche. Corre tan rápido como puede mientras los coches siguen pitando, las caras de los hombres se agachan para ver el espectáculo, los niños estampan la nariz y las manos en la ventanilla trasera. Corre en contra del viento, en contra del camino hecho, vuelve hacia atrás. Llega al coche con la respiración agitada, le falta el aliento, la boca seca. Abre la puerta, se sienta. Apoya la cabeza en el respaldo del asiento. Se despeja la cara con las manos. El pecho sube y baja, sube y baja de acuerdo con su respiración. Mira hacia el asiento del copiloto. Su móvil está sonando. No reacciona. Lo deja sonar hasta que cesa. La respiración ya ha vuelto a la normalidad. Piensa en todo lo que acaba de hacer y estalla en una risa nerviosa mientras se repite que está como una cabra. Enciende el coche. Y se marcha.
Llega a casa de él vestida sólo con la chaqueta que a duras penas le tapa el trasero. Él abre la puerta y la recibe estupefacto.
- ¿Me quieres?- le pregunta.
Él sonríe y niega con la cabeza.
- Estás como una cabra- le contesta. Y se acerca a ella, la levanta y se la pone al hombro como si fuera un saco de patatas. Ella estalla en una risa loca, de esas que dejan sin respiración y patalea como una niña pequeña. Cuando él la sienta sobre la cama y se gira para abrir el armario de donde sacará alguna prenda con la que la pobre loca se pueda vestir, ella, observándole, piensa que sólo le tiene a él, aunque no sea todo lo que ella desea y tenga pequeños defectos que la desesperan como, por ejemplo, comerse todos los M&M's verdes.
¿Quién soy? Mira hacia el cielo. El sol brilla pero hace mucho frío. Tiene frío pero le da igual, no se va a poner la chaqueta. Respira profundamente. El aire le llena los pulmones, el abdomen. Respirar le calma el corazón que a veces empieza a latir desenfrenadamente, cuando la razón domina a la locura y se da cuenta de lo que está a punto de hacer. No consigue entender nada. No consigue entender por qué siguen pitando los coches, por qué no paran. Por qué el puto mundo no para, ni entiende, ni razona, ni salva. Solamente mata.
Empieza a pensar en las personas importantes en su vida concentrada en no perder el equilibrio. Nadie. Entonces, decide quitarse la falda. Desciende de su cuerda de hilo imaginaria y se apoya en el quitamiedos con una mano mientras con la otra se baja la falda y la lanza lejos, lejos, lejos. No es suficiente, piensa. Y lanza los zapatos. Se quita las medias mientras da saltitos para mantener el equilibrio. Las bragas. La camisa. El sujetador. Todo lo lanza lejos. Todo. Permanece desnuda ante la mirada atónita de los conductores. ¿La chaqueta? Se queda mirando la chaqueta unos segundos. Se la acerca a la nariz y la huele. Huele a él. Se la acerca al pecho mientras mira al horizonte. Entonces decide ponérsela y corre hacia el coche. Corre tan rápido como puede mientras los coches siguen pitando, las caras de los hombres se agachan para ver el espectáculo, los niños estampan la nariz y las manos en la ventanilla trasera. Corre en contra del viento, en contra del camino hecho, vuelve hacia atrás. Llega al coche con la respiración agitada, le falta el aliento, la boca seca. Abre la puerta, se sienta. Apoya la cabeza en el respaldo del asiento. Se despeja la cara con las manos. El pecho sube y baja, sube y baja de acuerdo con su respiración. Mira hacia el asiento del copiloto. Su móvil está sonando. No reacciona. Lo deja sonar hasta que cesa. La respiración ya ha vuelto a la normalidad. Piensa en todo lo que acaba de hacer y estalla en una risa nerviosa mientras se repite que está como una cabra. Enciende el coche. Y se marcha.
Llega a casa de él vestida sólo con la chaqueta que a duras penas le tapa el trasero. Él abre la puerta y la recibe estupefacto.
- ¿Me quieres?- le pregunta.
Él sonríe y niega con la cabeza.
- Estás como una cabra- le contesta. Y se acerca a ella, la levanta y se la pone al hombro como si fuera un saco de patatas. Ella estalla en una risa loca, de esas que dejan sin respiración y patalea como una niña pequeña. Cuando él la sienta sobre la cama y se gira para abrir el armario de donde sacará alguna prenda con la que la pobre loca se pueda vestir, ella, observándole, piensa que sólo le tiene a él, aunque no sea todo lo que ella desea y tenga pequeños defectos que la desesperan como, por ejemplo, comerse todos los M&M's verdes.
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