Llevo meses intentando no pensar en ti. Porque, ¿sabes? no me apetece matarme poco a poco con tus novedades. Ya no tengo ganas de saber cómo estás sin que tú me lo digas. Porque tú no me lo dices: lo averiguo yo sola. Yo solita indago, pregunto, miro, observo, persigo... y éso me mata. Aunque no lo parezca, sí que lo hace. Porque pierdo los días pensando en ti y eso me hace no vivir feliz y, por eso, me mata.
Supongo que éste es el principio del olvido. Se empezará así, digo yo. Diciendo no, no, no. Es como una especie de intolerancia que mi cuerpo ha desarrollado hacia ti. Como lo haría hacia cualquier sustancia tóxica y peligrosa. Ya no tengo ganas de pasarlo mal. No me apetece sentir ese nudo en la garganta, ese calor frío que sube desde las piernas hasta la mandíbula y se para un buen rato en el pecho, en el esternón. Justo en la boca del estómago y parece como si te quedaras sin respiración. Sientes los latidos del corazón en los oídos, justo por donde están los ganglios. Pum, pum, pum, pum. Pupilas dilatadas. Respiración agitada. Humedad en los ojos... Dime si eso no debe de ser malo para el cuerpo... ¡Claro que lo es! Con cada situación de esas, seguro que el corazón envejece. Y, la verdad, no me apetece que lo haga.
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