Vuelvo a sentirme abandonada. Vuelvo a sentir que no pertenezco a nada ni nadie. Fuera de su dolor, fuera de habitar el dolor, no pertenezco a nadie. ¿Por qué no me hace suya? ¿Por qué no me deja entrar? Me siento perdida, ya no estoy en el dolor anterior, estoy en una esperanza, una esperanza que no me da esperanza, que sólo es esperanza en mi cabeza. Estoy en un pasillo muy estrecho, entonces. Estoy en un pasillo muy estrecho, con una puerta cerrada a mi espalda y esperando a que la puerta de delante se me abra. Que me la abra, espero que me abras esa puerta. Pero mientras espero, me asfixio. Me asfixio. Estoy llamando, ¿no lo ves? ¿No ves que estoy entre dos mundos, que este pasillo me lleva a la asfixia, a la muerte, que muero poco a poco si no me abres la puerta y me dejas entrar y me das la seguridad de pertenecer a alguien? No puedo estar sola. ¿Es que no lo ves que ya no habito el dolor, ese dolor que durante tanto tiempo he habitado y que ya no forma parte de mí, que se ha marchado sin saber cómo ni a dónde? ¿No ves que necesito algo, algo, aunque sea una mentira, la necesito, una mentira segura, una mentira que sólo la sepas tú? Engáñame. Déjame entrar y engáñame.
Bastó una mirada para dejarnos llevar. Abandonarnos al mundo de los sentidos. Acepté. Aceptaste. Y nos adentramos en un juego del que tú sabías como salir. Pero yo no.
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No eran tres pulseras de bisutería comunes. El ruido era agudo, felino, punzante. Se metía en lo más hondo de mis oídos, viajaba hasta mi pecho y allí explotaba, dejándome sin respiración. Cada vez que escuchaba el ruido de aquellas tres pulseras de bisutería chocando entre sí en la pálida y fina muñeca de aquella mujer, mi corazón daba un vuelco y me preparaba para lo peor. Podía estar lejos, muy lejos, que yo la reconocía por el simple tintineo de aquellos abalorios.
domingo, 2 de enero de 2011
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