
Nada más salir de casa, experimenté una sensación como nunca antes lo había hecho. Siempre lo había tenido todo bajo control. Podía esperar que algunas cosas se escaparan de su curso natural, pero contaba con ello. Contaba con pequeñas alteraciones en mi vida. Pero esto se escapaba de la normalidad. No sabía ni siquiera qué sucedería en las próximas dos horas y eso me llenaba de terror.
Recuerdo cuando salí por última vez de mi habitación. Todo aquello que durante veinte años me había acompañado, quedaba allá, inmóvil, viéndome partir. Cuando sé que las cosas que estoy viviendo llegan a su fin, intento aprovechar el máximo de ellas utilizando todos mis sentidos. De esta forma consigo memorizar las formas, los olores, el tacto, la melodía... Después de un tiempo, cierro los ojos y puedo volver a sentir lo mismo que alguna vez sentí, aunque nada de lo que imagine continúe existiendo. Y así lo hice. Memoricé cada rincón de casa, cada objeto, cada olor y, por supuesto, a mi madre, a mi padre, a mi hermana, a mi cuñado y a esos animalillos que tanto quiero.
Raras veces mi familia me ha visto llorar. Siempre intento dar la imagen de persona fuerte y orgullosa. Recuerdo cuando veíamos películas todos juntos los domingos por la tarde y mi hermana y mi madre siempre acababan llorando. Yo, aunque me muriera de ganas por hacerlo, jamás dejaba escapar una lágrima. Pero ahora era todo diferente. No me iba de vacaciones una semana con amigos, ni siquiera iba a estar en el mismo país. Me iba seis meses completamente sola a un país extranjero. Así, tenía la sensación de que cosas tan simples como mi propia calle, el portal de mi casa, incluso mi vecina a la que tanto odio... me iban a faltar muchísimo durante todos esos días.
Cuando llegué al aeropuerto y llegó el momento de embarcar, tuve la impresión de que un pedazo de mí se quedaba allí, junto a mis padres. El mismo viaje significaba un viaje simbólico hacia un equilibrio personal que, desde hacía mucho tiempo, necesitaba. Y, mientras esa parte de mí permanecía abrazada a mi madre, la otra parte pasaba por el detector de metales, recogía su maleta de mano y se alejaba hacia la puerta de embarque.Llegué a Nápoles bastante cansada, pues el viaje, la escala en Roma y toda la experiencia en general, había sido bastante pesante. Salí del aeropuerto y me dirigí a la fila de taxis.
- Ciao. A Mergellina.
Fue durante el trayecto en taxi, que tuvo lugar el único momento en estos dos meses en el que he sido realmente consciente de que estoy en otra ciudad, en otro país. Recuerdo que miraba a mi alrededor, callada, como siempre suelo hacer cuando viajo en coche. Me gusta observar. Dejarme llevar. El ambiente era realmente italiano, como los anuncios de pasta italiana. Como las películas italianas. Y recuerdo que todo era algo amarillo. Sí, como si fuera una fotografía de antaño color sepia.
Recuerdo cuando salí por última vez de mi habitación. Todo aquello que durante veinte años me había acompañado, quedaba allá, inmóvil, viéndome partir. Cuando sé que las cosas que estoy viviendo llegan a su fin, intento aprovechar el máximo de ellas utilizando todos mis sentidos. De esta forma consigo memorizar las formas, los olores, el tacto, la melodía... Después de un tiempo, cierro los ojos y puedo volver a sentir lo mismo que alguna vez sentí, aunque nada de lo que imagine continúe existiendo. Y así lo hice. Memoricé cada rincón de casa, cada objeto, cada olor y, por supuesto, a mi madre, a mi padre, a mi hermana, a mi cuñado y a esos animalillos que tanto quiero.
Raras veces mi familia me ha visto llorar. Siempre intento dar la imagen de persona fuerte y orgullosa. Recuerdo cuando veíamos películas todos juntos los domingos por la tarde y mi hermana y mi madre siempre acababan llorando. Yo, aunque me muriera de ganas por hacerlo, jamás dejaba escapar una lágrima. Pero ahora era todo diferente. No me iba de vacaciones una semana con amigos, ni siquiera iba a estar en el mismo país. Me iba seis meses completamente sola a un país extranjero. Así, tenía la sensación de que cosas tan simples como mi propia calle, el portal de mi casa, incluso mi vecina a la que tanto odio... me iban a faltar muchísimo durante todos esos días.
Cuando llegué al aeropuerto y llegó el momento de embarcar, tuve la impresión de que un pedazo de mí se quedaba allí, junto a mis padres. El mismo viaje significaba un viaje simbólico hacia un equilibrio personal que, desde hacía mucho tiempo, necesitaba. Y, mientras esa parte de mí permanecía abrazada a mi madre, la otra parte pasaba por el detector de metales, recogía su maleta de mano y se alejaba hacia la puerta de embarque.Llegué a Nápoles bastante cansada, pues el viaje, la escala en Roma y toda la experiencia en general, había sido bastante pesante. Salí del aeropuerto y me dirigí a la fila de taxis.
- Ciao. A Mergellina.
Fue durante el trayecto en taxi, que tuvo lugar el único momento en estos dos meses en el que he sido realmente consciente de que estoy en otra ciudad, en otro país. Recuerdo que miraba a mi alrededor, callada, como siempre suelo hacer cuando viajo en coche. Me gusta observar. Dejarme llevar. El ambiente era realmente italiano, como los anuncios de pasta italiana. Como las películas italianas. Y recuerdo que todo era algo amarillo. Sí, como si fuera una fotografía de antaño color sepia.
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